Tadeu Breda
Diagonal
www.rebelion. org , 14/2/10
Pese a las transformaciones vividas en la región, los nuevos gobiernos progresistas siguen dependiendo de la extracción y exportación de materias primas. |
Una encuesta realizada en Brasil antes de la Cumbre de Copenhague concluyó que sólo el 5% de los brasileños ven el cambio climático como el gran problema del mundo. Una parte aún más pequeña de la población, alrededor del 1%, creía que la preservación de la biodiversidad debe ser priorizada por las políticas públicas. Urgente de verdad, decía el sondeo, era combatir la pobreza, la violencia y el hambre. Los resultados de la encuesta reflejan el razonamiento que anima a los gobiernos de la izquierda sudamericana a la hora de sopesar las necesidades aparentemente contradictorias de preservación ambiental y crecimiento económico. Desde la victoria de Hugo Chávez en Venezuela en 1998, la ola electoral que condujo al poder a candidatos de origen popular e ideales socialistas tenía como objetivo poner freno a las reformas neoliberales. El Estado anhelaba, así, reducir la dependencia externa y retomar el control de la economía. “Había esperanzas de que la nueva izquierda promocionara cambios sustanciales en el modelo de desarrollo, hasta entonces basado en la exportación de productos primarios”, recuerda Eduardo Gudynas, experto del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Montevideo. Pero estos cambios todavía no se han producido. La Comisión Económica para la América Latina y el Caribe (CEPAL) señala que los productos primarios todavía suponen más de la mitad de las exportaciones de los países ahora dirigidos por gobiernos progresistas. Encabezan la lista de exportaciones los recursos minerales como el cobre y el petróleo, y los grandes monocultivos, principalmente la soja. Brasil es el país menos dependiente de los productos primarios, pero aún así sostiene el 51% de su economía con las distintas formas del extractivismo. Venezuela, en cambio, apoya el 80% de su balanza de pagos en las rentas petroleras. Eduardo Gudynas subraya que los nuevos gobiernos apenas han hecho hincapié en transformar esta situación. “Es el caso de la minería en Ecuador, el apoyo a un nuevo ciclo en la explotación del hierro en Bolivia y el fuerte protagonismo estatal en promocionar el crecimiento minero en Brasil y Argentina, mientras la izquierda uruguaya se lanza a la prospección de petróleo”, explica.
El punto neurálgico
A primera vista resulta difícil percibir los efectos colaterales de la pervivencia de un modelo económico volcado en la exportación de materias primas. A fin de cuentas, el crecimiento sostenido año tras año de las exportaciones se traduce en más dólares para la economía. Y los países latinoamericanos siempre necesitan dinero: nadie puede negar todo lo que queda por hacer en educación, salud, vivienda o empleo. Sin embargo, el economista ecuatoriano Alberto Acosta recuerda que desde la época de la colonización las finanzas regionales estuvieron sometidas a la explotación y exportación de productos primarios. Y a lo largo de los siglos este tipo de actividad no fue capaz de brindar desarrollo humano a la mayoría de la población. “Seguimos creyendo equivocadamente que desarrollo es sinónimo de crecimiento, y que la manera más fácil de lograrlo es por medio de la exportación de recursos naturales”, lamenta Acosta. “Los actuales gobernantes tienen un reto muy grande entre las manos: no deben sólo conseguir equidad social, profundizar la democracia y superar el Consenso de Washington. Todo eso es indispensable, pero el verdadero cambio es transformar la manera en que lidiamos con los recursos naturales”. Ecuador ha dado pasos importantes en ese sentido al aprobar el 2008 una Constitución que reconoce derechos a la naturaleza y somete el progreso económico y social a una relación no destructiva con los ecosistemas. La regla es utilizar los recursos del entorno con una intensidad tal que le permita recobrarse de los daños ocasionados y seguir sus propios ciclos vitales. Pero en la práctica este modelo todavía no funciona. Con el objetivo de reducir los niveles de pobreza, los gobiernos de la nueva izquierda se encuentran a vueltas con un dilema. En tiempos de crisis ambiental y cambio climático, son moralmente estimulados a adoptar políticas de preservación ecológica, reducción del efecto invernadero, contención de la deforestación y adopción de tecnologías limpias. Al mismo tiempo, el compromiso histórico asumido durante las campañas electorales les obliga a mitigar la pobreza y estrechar el abismo social entre ricos y pobres. En muchos de estos países, el Estado ha asumido un papel más activo en la economía, generando más reservas. Bolivia es un buen ejemplo. Cuando nacionalizó el petróleo y el gas en 2006, el Gobierno subió hasta el 50% los aranceles sobre la venta de los hidrocarburos al exterior. La renegociación de los contratos y la reactivación de la petrolera estatal YPFB ayudaron a cambiar el panorama económico del país. El PIB boliviano se duplicó hasta los 19.000 millones de dólares, las reservas internacionales crecieron, la inflación se mantuvo bajo control y el tipo de cambio continuó estable. Estos recursos permiten a los nuevos gobiernos traspasar a los sectores más pobres de la población una parte de los excedentes obtenidos con la extracción y exportación de recursos naturales. “El Estado busca captar los excedentes del extractivismo y, al utilizarlos en programas sociales, consigue legitimidad para defender las actividades extractivistas”, analiza Eduardo Gudynas. “Las acciones sociales necesitan de financiación creciente y, por lo tanto, los gobiernos se vuelven dependientes de la exportación primaria para captar recursos financieros”. Las empresas estatales no actúan de manera muy diferente a las compañías extranjeras a la hora de asumir compromisos ambientales. Si las transnacionales de la minería, del petróleo y del agronegocio se justifican con promesas de progreso, empleo y bienestar, los gobiernos latinoamericanos siguen por la misma senda. La gran diferencia es el destino de las ganancias. Ahora, más que antes, se quedan en el propio país. Aun así, y a pesar de estar justificada por nuevas realidades y argumentos, la devastación continúa.
Lo mismo, pero diferente
El debate surgido dentro del Gobierno brasileño entre Dilma Rousseff, ministra de Gobernación, y Marina Silva, ex titular de Medio Ambiente, ilustra lo que está en juego. Mientras Rousseff, coordinadora del Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), pugnaba por acelerar la conclusión de las obras de infraestructura, la heredera política del ecologismo popular amazónico, Silva, insistía en la importancia de los estudios ambientales para sanear los impactos de estas mismas obras sobre la naturaleza. Con el respaldo de Lula, Rousseff venció la batalla, mientras Marina Silva prefirió dejar el Gobierno tras ganar fama como “traba” al desarrollo del país. Una vez resuelta la pugna parece que no existen ya impedimentos para continuar con la construcción en la cuenca amazónica de las plantas hidroeléctricas de Santo Antonio y Jirau, en el río Madera, y Belo Monte, en el río Xingú. Estas represas tendrán capacidad para generar 18.400 megawatios, que irán a alimentar la extracción minera en la Amazonía y la expansión industrial en el sureste del país, en donde están situadas São Paulo y Río de Janeiro.
LA POBREZA PRIMERO
Para los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana, la prioridad ha sido casi siempre combatir la miseria. Sin embargo, para que esto sea posible, el poder público necesita recursos financieros, una vez que el modelo elegido para aliviar el hambre y reanimar las economías locales ha sido la transferencia de renta, es decir, una especie de sueldo mensual que los gobiernos reparten entre las familias en situación de penuria. En Brasil, Lula creó la Bolsa Familia. En Bolivia, se instauró el Bono Juancito Pinto. Los uruguayos cuentan con el Plan de Asistencia Nacional a la Emergencia Social. En Ecuador surgió el Bono de Desarrollo Humano, y Argentina dio inicio al Programa de Familias. Ricardo Lagos creó el Chile Solidario...
COSTES DE LA MINERÍA
Actualmente, según el geógrafo Arnaldo Carneiro, del Instituto Socio Ambiental, la “mitad de la capacidad energética instalada en la región amazónica es consumida por la minería y la metalurgia, y el 20% de la electricidad producida en el país es destinada a productos de exportación”. El Gobierno brasileño promete destinar alrededor de 20.000 millones de dólares para inversiones en generación y transmisión de energía en la Amazonía. Otros 6.000 millones de dólares deben permitir la construcción y pavimentación de carreteras en la selva. Sólo la pavimentación de dos caminos puede provocar la tala de 39 millones de hectáreas de selva y afectar a más de 50 pueblos indígenas, algunos en aislamiento voluntario.
CORREDORES INTEROCEÁNICOS
La Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Sudamericana (IIRSA) también está presente en la Amazonía, con fuerte apoyo del Banco Brasileño de Desarrollo y la mayoría de los gobiernos de la región, incluso los de derecha. Por lo menos dos corredores interoceánicos atravesarán la Amazonía, incrementando así la salida de los granos producidos por el avance de la agricultura destinada a la exportación. “Debemos buscar un modelo de desarrollo que genere empleo y fortalecer un tipo de producción que no destruya la selva, que no produzca tantas emisiones y a la vez dé una vida digna a la población”, opina el físico Luiz Pinguelli Rosa, de la Universidad Federal de Río de Janeiro.
Fuente: http://www.diagonal periodico. net/La-pervivenc ia-del-viejo- modelo.html
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