Un hombre cruza la calle con un colchón maltrecho a rastras. Al doblar la esquina, la gente que se cruza con él se tapa la nariz y descubre que en ese colchón transporta un cadáver descompuesto, inflado, con el tórax prensado. Lo lleva a la morgue para colocarlo en la fila de cadáveres que esperan sepultura desde el terremoto del martes 12.
Detrás de él, una excavadora se abre paso entre un montículo de cemento y varillas de lo que fue la escuela de enfermería. El operador alza la pala mecánica y recoge, uno a uno, los cuerpos de 12 enfermeras rescatadas después de permanecer seis días bajo los escombros. Las jóvenes, uniformadas de coqueta minifalda y chaleco azul marino –una de ellas con una mueca de horror petrificada en el rostro– estaban en clase cuando la tierra se sacudió y fustigó Haití, de por sí el país de Latinoamérica más destrozado por la miseria y la violencia.
No se sabe cuántas personas murieron atrapadas en esta escuela y en las construcciones aledañas, en el primer cuadro de la ciudad y en los barrios circundantes y en las ciudades y pueblos de alrededor… Las estimaciones andan en 200 mil. Lo cierto es que por el amontonamiento de muertos, Puerto Príncipe es hoy el anfiteatro más grande del mundo.
Cinco días después de la tragedia comenzó la recolección masiva de cadáveres con maquinaria pesada. Quien tiene un muerto cerca, lo arrastra a las esquinas, o lo jala a la banqueta como si tirara una bolsa de basura. Más de 70 mil ya fueron enterrados en fosas comunes. Otros permanecen en la banqueta de la morgue, dentro de bolsas negras, aunque en la acera del frente están más cadáveres de nadie, engarrotados, con su desnudez a la vista. La mayoría todavía se pudre en las entrañas de las construcciones que fueron incapaces de mantenerse verticales.
Las máquinas levantamuertos no se dan abasto. Es fácil tropezar con cuerpos al cruzar la calle o en el lecho de cualquier río de aguas negras, a dos cuadras de lo que era el Ministerio de Justicia o afuera del aeropuerto a donde llegan los víveres que evitarían más muertes.
Puerto Príncipe es hoy una necrópolis donde todo se pudre rápido: los muertos insepultos, la comida que no se entrega oportunamente a los sobrevivientes, la política... Lo que empezó con un terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter se descompuso tan rápido que, en menos de una semana, comenzó a tomar otros nombres, como crisis humanitaria, anarquía callejera, violencia armada, amenaza de ocupación y hasta golpe de Estado.
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El médico José Pérez Vidal recorre los pasillos de un hospital en la fronteriza ciudad dominicana de Jimaní, adonde llegan camiones cargados de haitianos con la piel desgarrada, huesos rotos, órganos aplastados y gangrenados.
Camina por los pasillos llenos de camillas con heridos. Se detiene ante una niña y dice: "Menor de edad con herida abierta en ambas piernas".
Sigue de largo, diagnosticando a cada paciente con frases telegráficas: "Jovencito de 12 años de edad con múltiples fracturas, posible amputación de pierna… politraumatizados con tejido necrótico… aplastamiento total, nada qué hacer… pacientes que gracias a Dios están bien… ése ya tiene miasis, larvas, para que me entienda… embarazada y deshidratada, si la opero se me queda en la mesa… área de amputaciones, contaminación total".
Los heridos ya no caben en el piso; los recién llegados sólo encuentran lugar en los jardines externos. Ahí, una anciana desnutrida canta un rezo en créole, una joven sin piernas mira al vacío, una amorosa mamá echa aire con un cartón al larvario con pus que es el brazo de su bebé. El doctor sale a tomar un respiro, se limpia el sudor y dice: "Sólo hoy hemos recibido a más de 700 y operado a 60, los camiones llegan cada cinco minutos y nos traen hasta 40 heridos cada vez. Tenemos 72 horas sin dormir aunque algunas agencias internacionales, con una actitud malsana, están recriminándonos que no estamos dando respuesta rápida. Pero estamos sobrepasados, como en un estado de guerra".
De Jimaní a Puerto Príncipe se hace una hora y media, nada más las separan la reja fronteriza, una estrecha carretera y algunos imprevistos, como tener que pelear en la gasolinera más cercana para cargar combustible. Una multitud de haitianos se arremolina en la frontera, huyendo de la desgracia. Tantos autos, tanquetas y camiones que viajan hasta acá forman un embudo que acentúa el caos. El tiempo del recorrido se duplica y la ayuda humanitaria se demora en llegar.
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La convulsión de la tierra arrebató de sus viviendas a 3 millones de personas. La mayoría vio cómo pesadas losas de cemento enterraban en vida a sus familiares más queridos. Para ellos la vida se convirtió en cascajo. Prácticamente todos los habitantes de Puerto Príncipe se convirtieron en indigentes: hasta quienes tienen una casa duermen en la calle porque la tierra no deja de sacudirse. El más reciente temblor fue el miércoles 20.
Los damnificados arrastran sus pocas pertenencias, algunos a sus muertos. Van trepados arriba de autobuses que van a cualquier parte, recorren desesperados las calles buscando a los suyos que están extraviados, andan de mirones detrás de los rescatistas, hurgan en los escombros, se arremolinan afuera del aeropuerto para reclamar comida, emprenden expediciones con tambos en la cabeza para buscar agua, juegan a los naipes con los vecinos o tienden sus tiliches en cualquier parque, plaza, camellón o banqueta.
No hay electricidad ni agua potable (el drenaje de por sí era un privilegio), ni bancos o supermercados abiertos. No se ha normalizado el servicio telefónico, falta gasolina y, por lo visto, tampoco funciona el gobierno.
Pero con todo y estas dificultades, para algunos la vida continúa y cada mañana en todos los barrios se instalan puestos donde se ofrecen pescados con aderezo de moscas, montoncitos de carbón para cocinar comida créole, pilas de frutas, arroz y agua embotellada. Los olores de la comida se revuelven con los del drenaje y la basura fermentada.
Los haitianos han padecido varios terremotos (uno ya destruyó Puerto Príncipe hace 200 años), incontables golpes de Estado, la esclavitud colonialista, una larga dictadura, cuatro ciclones tan sólo el año pasado y la miseria extrema. Es un pueblo experto en la estrategia cotidiana de la supervivencia.
Los náufragos urbanos que pasan el día bajo un tendido de sábanas no viven aletargados. En la luz o la oscuridad, llenan de vida la calle. Hasta cuando parecen dormidos, si ven pasar algún camión de la ONU se incorporan furiosos para pedir comida y a veces saltan como resortes al escuchar al grupo musical cristiano que recorre las calles cantándole su agradecimiento a Dios por haber salvado su vida y hacen que todos coreen sonrientes: "aleluya". Con miles de cadáveres descomponiéndose entre los cimientos, la vida encuentra la manera de abrirse paso.
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El ansiado camión de la ONU, cargado con cajas de alimentos, llega al albergue improvisado en los terrenos de la escuela salesiana Don Bosco, del conurbado sector Carrefour.
Los damnificados se amontonan. Todos quieren asegurarse comida, se apretujan, intentan quedarse en primera fila. Los Cascos Azules que resguardan las provisiones con rifles se ponen nerviosos cuando la gente los rodea. El líder del destacamento, un militar de aspecto veinteañero, regaña a sus subalternos: "¡Las armas apuntando al piso, tranquilos!"
Los funcionarios del Programa de Alimentos de la ONU que encabezan esta operación quieren repartir los víveres indiscriminadamente, pero se les impone la madre superiora –una mujerona de carácter fuerte– que por micrófono ordena a los solicitantes que recojan los alimentos por sectores, según está planeado, y les impone un largo sermón con tono militar:
–¿Qué debemos tener? –grita la monja.
–Disciplina –responden al unísono.
–¿Qué?
–Disciplina.
Tras una hora de espera, los elegidos van pasando a recoger el cargamento y se encaminan a repartirlo entre los suyos. Casi al final de la operación, un adolescente no aguanta la curiosidad y revisa su contenido. Entonces maldice furioso, avienta la caja y desparrama por los aires unos paquetes blancos por los cuales se arrojan los niños y sus madres, como si se hubiera roto una piñata. Pelean por unas galletas donadas por la comunidad internacional.
Auguste, un viejo trabajador del Ministerio de Cultura que organizó el reparto, comenta: "La ONU organiza su show, entran con rifles para matarlos a todos si se portan mal, reparten las sobras y se van. La buena comida siempre se queda en el aeropuerto".
Lanza enseguida un discurso sobre la nueva colonización de los "dragones extranjeros" que quieren vengarse del pueblo haitiano, el único de Latinoamérica que no se independizó negociando su libertad, sino arrancándola con armas y matando, de paso, a sus colonizadores. Pronto ocurre otro incidente. Una monja taclea a una señora que se robaba una de las cajas de galletas y la madre superiora detiene la riña.
"Cinco días pasaron desde el terremoto. Es la primera vez que alguien viene a ayudarnos. ¡Cómo es que la ONU le da a un pueblo hambriento galletitas! Todo está mal. El Estado tampoco ha hecho nada, no hay Estado, no se mueve", lamenta la monja tacle.
Don Bosco es un oasis donde alguien lleva la voz de mando. El país, en cambio, está descabezado.
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En la sala de juntas hay dos pizarrones, varias mesas y sillas baratas de plástico, pero también tres sillas blancas de madera tallada, con cojines de tela brillosa, color oro, que sirven de asiento para el presidente René Préval y sus ministros más importantes.
Esta sala, en las oficinas de la policía, es el cuarto de guerra en el cual despacha Préval, el presidente a quien un periodista encontró agobiado la noche siguiente al desastre, sin tener dónde pasar la noche porque el sismo no respetó rangos y le arrebató casa y oficinas. El mismo que decretó tardíamente el estado de emergencia y cuya autoridad brilla por invisible.
La única herramienta que tiene es una computadora. Su único documento es un mapa que indica con distintos colores los grados en que el sismo se ensañó en cada zona del país. Aquí hay electricidad y las conexiones de luz están saturadas por cargadores de celulares que pertenecen a los policías y a miembros del gabinete. El baño, aunque parece un cuarto de tiliches, funciona.
Justamente este día –lunes 18–, cuando se cumplen siete del desastre, el gobierno haitiano se coordina por primera vez con la ONU, los países cooperantes –con la notable falta de Estados Unidos– y las organizaciones internacionales. Pero el presidente no acude a la reunión. Está de viaje. "Fue a República Dominicana a reunirse con la Unión Europea", explica su portavoz.
La sensación general es que el Primer Damnificado de la Nación está ausente.
Un haitiano que antes estuvo en el "cuarto de guerra" salió deprimido y asustado: "Da vergüenza ese cuartito con una sola computadora y ver a Préval, caminando despacio, como zombie". El embajador mexicano, Everardo Suárez, también se dijo extrañado de la lentitud: "Todos los gobiernos que estamos aquí tenemos claro que se necesita distribuir los alimentos, pero estamos a la espera de que se nos diga hacia dónde y qué tipo de ayuda, si no, se corre el riesgo de que siga almacenada", comenta a la reportera.
Este lunes 18, en ausencia de Préval, Michel Chancy, el subsecretario de Agricultura, informa a los miembros del gobierno que dos dominicanos del programa Cocinas Móviles son atendidos en el hospital de los israelíes porque fueron atacados por una turba hambrienta a la que le pasearon la comida enfrente.
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Una orquesta de niños acompasa los sueños en los campamentos. Desde las seis de la tarde Puerto Príncipe se queda en la oscuridad y los llantos recuerdan que en esas tinieblas acampa gente con hambre y sed.
Jocelyn Lu grita con ganas. Tiene cinco meses de vida y el ombligo al aire.
–¿Qué tiene? –pregunta alguien a la mamá.
–Le duele el estómago. No ha comido.
–¿Ya le diste biberón?
–No tengo agua.
El agua que venden en la calle, al igual que toda la comida, duplicó su precio: un litro cuesta de 25 a 55 gourdes (equivalente a 1.5 dólares) y nadie tiene efectivo porque los bancos están cerrados. Alguien le pasa a la señora una botella con agua recogida de las fugas, la que no tiene cloro, la contaminada por el tiradero de muertos y desperdicios, y Jocelyn la sorbe con prisa. Se tranquiliza un momento. Pronto continúa su lamento desesperado. También tiene hambre, cólicos y diarrea.
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La repartición de agua y víveres fluye con la lentitud de un gotero.
Las avenidas de Puerto Príncipe están plagadas de mantas con un mensaje desesperado: "WE NEED FOOD, WATER, HERE, POR FAVOR", firmadas por comités vecinales espontáneos.
Los haitianos que sólo hablan créole repiten a todo extranjero que encuentran: "problem, problem", y se tocan la panza para avisarles de su hambre.
Multitudes se reúnen afuera del aeropuerto, donde aterrizan los aviones con cajas, rodean las bodegas de alimentos, se aglomeran a las puertas de las ONG.
Los repetidores del "problem, problem" ya agotaron la reserva de comida que les compartió el vecino y, a sorbos de agua contaminada, se pasan el buche de aire. Si ven ocasión se meten a tiendas sin vigilantes o abren boquetes entre los escombros para rescatar de las ruinas lo comestible.
La policía internacional ya los gaseó una vez porque se aplastaban en las rejas del aeropuerto pidiendo el auxilio de los marines estadunidenses, y unos policías mataron a una adolescente en plena rapiña.
Al cumplirse una semana de la crisis, el subsecretario de Agricultura, Michel Chancy, encargado gubernamental de distribuir la ayuda humanitaria, confirmó a la reportera que los víveres se desbordan en los almacenes del Programa Alimentario de las Naciones Unidas, y son tantos que los empleados piensan que en cualquier momento se vencerán las paredes. Tiene más explicaciones para el retraso:
"La ayuda llegó espontáneamente y sin avisar, sin la lista de lo que cada cargamento trae, y era difícil repartirlo. Ahora ya avisan de qué mercancías están cargados. Además, el aeropuerto de Puerto Príncipe se quedó sin torre de control, la fuerza aérea de Estados Unidos nos ayuda a gestionar el tráfico aéreo y con eso se perdió la coordinación haitiana en el aeropuerto porque hay dos jefes (…) Poco a poco, la ayuda va a salir".
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En una esquina del barrio Tibas –donde parece que un rastrillo gigante rasuró las casas empotradas en la ladera– está parada una mujer que llora gruesos lagrimones y con una mano sostiene una foto de sus dos hijos, una chiquita de cuatro, otro de seis, y con la otra sostiene el altavoz para gritar que no los encuentra.
Los esfuerzos de los rescatistas están concentrados en los edificios públicos con decenas de víctimas, y las delegaciones extranjeras se dedican a salvar a sus paisanos.
El sábado 16, cuatro días después del terremoto, la directora de Protección Civil de la Secretaría de Gobernación, Ana Lucía Hill, recibió en el campamento mexicano a los Topos de Tlatelolco, con un aviso que a los entusiastas rescatistas les cayó como balde de agua fría: "A las dos de la tarde suspendimos el rescate. El protocolo de la ONU dicta que no salgamos si no tenemos garantizada nuestra seguridad".
Los topos se instalaron por su cuenta. Una semana después de que la ONU decretó la suspensión del rescate y cuando se activó la fase de demolición, los rescatistas rebeldes seguían rescatando a personas vivas.
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Afuera de la casa de Yvon Jérome, alcalde del municipio conurbado de Carrefour, una pipa reparte agua limpia a los vecinos. La vivienda es cuidada por un vigilante en la puerta, y una decena de hombres descansan apretujados en el porche.
Félix Benoit, representante de una brigada vecinal, visita a Jérome para informarle que viajará a Santo Domingo para recoger víveres. Le pide un salvoconducto que le ahorre trámites burocráticos en la frontera, pero el alcalde le dice que vuelva al día siguiente.
Explica que este domingo 17 (el quinto día después del siniestro) todos los alcaldes tuvieron su primera reunión con Préval, que les encargó repartir la ayuda humanitaria entre sus gobernados y garantizarles seguridad.
"Avísenos si necesita que armemos grupos de autodefensa", le ofrece Benoit, quien viste uniforme militar –camuflaje total hasta en la cantimplora– y lleva pistola al cinto, pero es un maestro de jazz. Así vestido, desde una tienda de campaña en un albergue de Carrefour, coordina la logística de los rescates y la habilitación de un hospital en la zona. Él es uno de los ciudadanos que en cada barrio se organizan en brigadas para anotar sus necesidades y luego nombran comités para limpiar las calles, conseguir alimentos y vigilar por las noches.
En todos lados, antes de que los vecinos se tiendan en la calle a dormir, se instalan barricadas y se organizan guardias de hombres armados con machetes o pistolas fajadas al cinto, con el fin de protegerse de los saqueadores.
La inquietud creció cuando se supo que 3 mil bandidos peligrosos se escaparon de la cárcel derrumbada y se instalaron en el barrio bravo de Cité du Soleil. "Nuestra policía no puede enfrentar este problema. Sólo tenemos 2 mil policías y el 60% son operacionales. Y se nos escaparon 3 mil presos. Queremos asegurar las calles con el apoyo de la ONU y con los soldados que prometió la señora Clinton (Hillary, la secretaria de Estado del gobierno de Barack Obama)", confiesa en entrevista el vocero del presidente Préval, Volcy Assad.
Agrega que "hay presos muy peligrosos que participaban en el tráfico de armas y de drogas".
Entre los haitianos se corren muchos rumores sobre la identidad de los maleantes prófugos. Una versión señala que son exmilitares resentidos con el gobierno y que intentarán un golpe de Estado; otra, que estaban condenados por matar a Cascos Azules, o que los narcotraficantes colombianos no tardan en dotarlos de armas para reactivar en Haití su ruta para el tráfico de cocaína.
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Los marines gringos pisan Haití hollywoodescamente. Bajan de helicópteros sobre la derrumbada Casa Blanca local.
La gente hace expediciones al puerto para ver de cerca a los rambos, como si visitaran un circo de fenómenos.
Para todos, el destino de Haití es una incógnita. "A Préval la naturaleza le dio un golpe de Estado", dictaminó por la radio el historiador Michel Soukar.
http://www.tribunadeloscabos.
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