Miguel Guaglianone
El nuevo gobierno que llegó en 2009 a la Casa Blanca fue factor desencadenante de varios giros importantes y bruscos en la situación geopolítica del planeta y sobre todo en lo que se refiere a nuestra región latinoamericana. A poco más de un año de haberse producido ese cambio, podemos apreciar como la política exterior de la gran potencia transformó su apariencia, su rostro público, sustituyendo al “gran garrote” guerrerista de George W. Bush, por el doble discurso más característico de los demócratas, aquel que “tira la piedra y esconde la mano”. No es de extrañar, después de todo no debemos olvidar que en su campaña electoral Barak Obama habló claramente de equilibrar “la zanahoria y el garrote” en su política exterior, y tampoco olvidemos que durante el siglo XX los episodios de invasiones armadas y derrocamiento de gobiernos organizados o propiciados por los EE.UU., se dieron en mayor número en los períodos demócratas que en los republicanos. Igualmente, en su discurso al recibir el Premio Nobel de la Paz, el nuevo mandatario estadounidense habló claramente de las “guerras necesarias” y del papel de gendarme mundial que los Estados Unidos debían bajo su gobierno recuperar.
Lo que es cierto y más nos concierne, es que la anterior política exterior republicana había centrado sus objetivos prioritarios en el control del medio oriente, la Europa central y sobre todo en los estados fronterizos con Rusia. Estos objetivos dejaron dos guerras que todavía continúan, Irak y Afganistán, y que siguen siendo un dolor de cabeza para la Casa Blanca (aunque no para los fabricantes de armas y las grandes corporaciones que obtienen inmensos beneficios inmediatos con ambas). Esta priorización del gobierno Bush, descuidando –o por lo menos no colocando en lugar central- el control de su tradicional “patio trasero”, fue una variable que incidió en el crecimiento y agrupamiento de las fuerzas de integración e independencia en toda la América Latina (que por supuesto no han sido sólo producto de este, sino también de otros múltiples y complejos factores, sobre todo internos).
El cambio estratégico en la nueva administración fue concentrarse en la guerra en Afganistán –extendiéndola al vecino Pakistán- y tratar de “congelar” la guerra en Irak. Junto a esto se realizaron movimientos de reafirmación en la Europa del Este (nuevo intento de colocar cohetes en Polonia y Rumania) y se siguió manteniendo a Irán como el más peligroso enemigo público. En lo que tiene que ver con nosotros, el Departamento de Estado (y por supuesto también el Pentágono) volvieron nuevamente los ojos hacia nuestra región, comenzando las acciones para recuperar el terreno político que habían ido perdiendo progresivamente.
No sólo se incrementaron las “ayudas democráticas” a todo opositor a cualquier fuerza progresista en el continente –Eva Golinger viene documentando con gran precisión estos incrementos- sino que se continuó con el despliegue en el Caribe de la IV Flota, que ya había comenzado en la época de Bush. Las dos jugadas más importantes de injerencia por parte del poder imperial fueron la firma de un tratado para la instalación de bases militares en Colombia y las ambiguas (e intencionadas) actitudes diplomáticas que llevaron a la institucionalización del golpe de estado en Honduras.
Frente a ambos sucesos, la OEA demostró su inoperancia, no siendo capaz siquiera de generar una condena explícita (la diplomacia de Insulza colaboró con ello). La UNASUR, de reciente creación tuvo una reacción más definida, aunque tampoco lograra objetivos concretos, posiblemente a causa de su novel origen.
Agregándosele a este panorama el triunfo de la derecha en Chile, pareció existir un avance notorio por parte del poder hegemónico (y las fuerzas de derecha que lo representan en el continente). La posible conformación de un eje Colombia-Perú-Chile en Sudamérica, agregado a varios gobiernos de derecha en Centroamérica, y un gobierno mexicano atado al norte por el NAFTA y su conservadurismo de derecha, apuntaban a una reversión de la tendencia progresista que viene forjándose con diferentes grados y características en toda Latinoamérica.
Sin embargo, el fluido sistema de fuerzas políticas y sociales que se mueven hoy en nuestro continente, generó respuestas que se contraponen a estos eventos. El nuevo triunfo del Frente Amplio en Uruguay, sobre todo con la llegada a la presidencia de “Pepe” Mujica, constituyó un primer frenazo a una derecha local que prometía salirse de los sistemas de integración de MERCOSUR y UNASUR y comprometerse con los Estados Unidos. Estas distintas fuerzas de respuesta coagularon y se cohesionaron en la reciente reunión del grupo de Río ampliado, en México.
El resultado de esta cumbre mostró un nuevo mapa geopolítico en la región. La decisión de crear un nuevo sistema Latinoamericano y del Caribe de integración, a la cual se arribó en esa reunión y la disposición a consolidarlo e institucionalizarlo el año entrante en una nueva cita en distintas Caracas, es de importancia capital y tiene distintos significados y lecturas para el análisis político.
1) Representa el principio del fin de la OEA, un mecanismo creado por los Estados Unidos para controlar la política latinoamericana y en el cual, si bien en los últimos tiempos estaban perdiendo la influencia absoluta que antes tuvieran, todavía mantienen el control de algunas de sus dependencias (Comisión de Derechos Humanos por ejemplo) que siguen sirviendo a sus intereses imperiales. Igualmente, los compromisos políticos generados en esa institución (los nombramientos de Secretario General, por Ej.), más el burocratismo creciente, la han llevado a un grado de inoperancia que conspira contra las necesidades inmediatas de las fuerzas progresistas e integracionistas en la región.
2) Muestra que las acciones de los Estados Unidos han impactado profundamente a los gobiernos latinoamericanos, incluso a aquellos que están más alejados de la postura de enfrentamiento abierto que encabeza el eje Caracas-La Paz-Quito. La situación de Honduras ha sido determinante pero evidentemente la implantación de bases militares en territorio sudamericano, sobre todo con la libertad militar total que se adjudicaron los Estados Unidos en el convenio firmado con el gobierno colombiano, ha representado para la mayor parte de los estados latinoamericanos un hueso muy duro de roer. No sólo Itamaraty, la cancillería brasilera, que tiene desde hace mucho tiempo una visión geopolítica altamente refinada, sino además el gobierno argentino, han entendido que esas bases constituyen un peligro no sólo para aquellos estados que la gran potencia (en declaraciones recientes de altos funcionarios) considera opuestos a sus intereses, sino para todo el continente. Lo más curioso en esta reunión, es que también el gobierno mexicano (que como ya dijimos es de derecha y está atado por el NAFTA) fue uno de los principales impulsores de la creación de la nueva asociación de estados, con lo que parece compartir, aún desde su comprometida posición, el criterio de la necesidad de liberarse de la injerencia norteamericana.
3) De esta manera, los tres países más grandes y poderosos de Latinoamérica coinciden, junto a la mayoría del resto (aún desde distintas visiones políticas) en la necesidad de generar rápidamente un mecanismo de reunión, consulta y toma de decisión que responda solamente a los intereses de la región y en el cual el Norte no tenga una intrusión directa.
4) La fuerza avasallante de esta decisión parece haber sido tal, que Alan García no abrió la boca, sólo Uribe intentó generar interferencias en la reunión, a través de una intervención muy provocadora en un almuerzo oficial contra el presidente Chávez, pero que no tuvo mayores repercusiones.
Estas apreciaciones muestran que las acciones intervencionistas de los Estados Unidos parecen haber tenido el efecto de afianzar y consolidar la tendencia hacia la integración y la soberanía que viene dándose en América Latina. Estas fuerzas están mostrando así que no son meramente coyunturales. Esta capacidad de reconstituir el damero, de generar rápidas respuestas, va más allá y se proyecta hacia el futuro de la región.
Tampoco les va muy bien a los del Norte en el resto del mundo. Irán sigue manteniendo una actitud desafiante a pesar del intento de cercarlo. Allí los Estados Unidos no han logrado incorporar a China a la “comunidad internacional” de condena a sus investigaciones de energía nuclear. Y en Ucrania, el voto popular derrotó finalmente a la “revolución naranja”, que había llevado al poder a través de un virtual golpe de estado a las fuerzas pronorteamericanas.
En lo que a nosotros los latinoamericanos concierne, es posible que después de 500 años y muchas marchas y contramarchas, esté realmente llegando la hora de la consolidación del sueño de nuestros precursores. Una América Latina unida, manejada por sus propios criterios, necesidades y saberes, avanzando hacia sociedades más justas, más inclusivas, de mayor bienestar para todos sus integrantes y de toma de decisiones soberanas.
Por lo menos es lo que muchos de nosotros aspiramos y por lo cual luchamos.
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